Hay que estar muy cuerdo para cruzar el umbral de la consulta de un psicólogo por primera vez. Justo en ese momento en el que el mundo se desmorona y la cabeza se tambalea, cuando la vida asusta, abrirse en canal como una pieza de caza ante un desconocido es uno de los actos más valientes que existieron nunca. Y a pesar del mal trance, le estamos perdiendo el miedo a sentarnos en el diván y desentrañar las turbulencias de la psique. Somos carnaza de consulta, y hacer terapia está de moda.
La salud mental, un tabú que arrastraba desde el Franquismo una tremenda iconografía de manicomios y camisas de fuerza, ha dejado de ser un estigma; no estamos locos, sólo algo perdidos. Un dato: el 57% de la población cree que ha tenido problemas de ansiedad alguna vez en su vida, mientras que el 34% afirma haber padecido depresión. Lo dice la Organización de Consumidores y Usuarios, y lo confirma la Encuesta Europea de Salud en España en 2014. De los 38 millones de personas de más de 15 años que habitamos este glorioso país de elevadísimas pasiones, 1.796.000 acudió ese año al psicólogo, psicoterapeuta o psiquiatra. De ellos, 663.000 eran hombres frente a 1.153.000 mujeres. Ganan ellas, pues, por goleada.
Yo mismo me he aventurado a exorcizar mis fantasmas con un especialista, azorado por un bache que venía durando demasiado tiempo. Pertenezco, por pura estadística, al 4,60% de españolitos de bien que acuden a terapia. Hoy, la mujer que me recibió en su consulta aquel lunes primigenio, cuando decidí remendar algunos desajustes, se sabe los recovecos de mi turbulenta cabeza mejor que yo mismo. Conoce mis vaivenes, mis miserias, mis fobias, mis pecados. Es cómplice y culpable. Es bálsamo. Es azote. Es ciencia. Rozar semejante intimidad con un desconocido, cosida en 45 minutos semanales de confianza superlativa, resulta a ratos fascinante y a ratos terrorífico. Bienvenidos, pues, al trepidante universo de las terapias. Y presten atención: quien prueba, repite.
«No hay que estar mal, ni siquiera muy mal, para acudir a un psicólogo». Lo dice Josep Vilajoana, vicepresidente del Consejo General de la Psicología de España. «Hemos derribado el mito del loco y desmitificado la salud mental, pero a la vez existen más probabilidades de padecer estrés, ansiedad o trastornos depresivos, y por eso se le está perdiendo el miedo a ir a consulta».
Si atendemos al axioma ‘más trastornos, más pacientes’, cabría pensar que estamos peor que antes de los trasuntos de la cabeza. Y la respuesta es sí, pero no. «El mundo es más complejo que hace 100 años», explica Vilajoana. «Nuestro estilo de vida hace difícil que nos sentemos media hora a charlar con nuestra pareja, con nuestro hijo, con un amigo. Y eso genera nuevos conflictos. La adicción a las nuevas tecnologías o el bullying, por ejemplo, son realidades recientes que crecen exponencialmente cada día. Pero al mismo tiempo existen más herramientas para atajar posibles problemas de salud mental. Hasta los años 70, la violencia de género estaba soterrada, y hoy es una prioridad de la agenda política y sanitaria. Muchos famosos han admitido que tienen dificultades y han normalizado acudir al psicólogo, y cientos de deportistas trabajan con un coach para mejorar su rendimiento».
Así, cada día nos salen al paso, como níscalos de otoño, manadas de coaches con libros de autoayuda, de loqueros con más o menos ciencia, de curanderos contra el desamor y la desdicha que hacen negocio con nuestro afán por ser un poco más felices. Necesitamos luz y taquígrafos para sobrevivir en la selva, y tal vez por eso alguien dijo una vez que todo el mundo debería pasar por terapia al menos una vez en la vida. Y, de nuevo, la respuesta es sí, pero no. «En un momento determinado podemos necesitar algunas herramientas para desarrollar habilidades, para superar ciertas trabas, y un especialista puede ser de gran ayuda», cuenta Timanfaya Hernández, psicóloga sanitaria y forense. «Pero estamos corriendo el riesgo de psicologizarlo todo. Yo he tenido pacientes que han venido a mi consulta porque han perdido un familiar hace un mes y se sienten fatal. Eso es el duelo, y lo raro sería encontrarse bien. Debemos normalizar el dolor y aprender que nose puede ser feliz 24 horas al día».
Entonces, ¿cómo diferenciar un simple duelo de un problema más grave? Timanfaya Hernández da algunas pistas:»Un duelo no debería durar más de seis meses. Si esa tristeza se cronifica en el tiempo y comienza a afectar a otras áreas de la vida social, familiar, laboral o sentimental [somos incapaces de ir al trabajo, de salir a tomar algo, de tener relaciones sexuales], deberían sonar las alarmas».
Tras los pasos de Freud
Para hacer frente a las nuevas necesidades psíquicas del consumidor, o sea, de nosotros los habitantes de este siglo raro, la ciencia ha desarrollado diferentes corrientes, cada una con su propia metodología. A un lado del diván se encuentran los psicoanalistas. Al otro, los conductistas norteamericanos, los cognitivistas, los humanistas, los psicobiólogos, los estructuralistas, los asociacionistas, los de la Gestalt o los funcionalistas. Este sanedrín de escuelas, como el menú de un restaurante de mil tenedores, forma un puzzle de terapias a la carta en función de las necesidades del paciente. De todas estas corrientes, el psicoanálisis es una de las más singulares, por aquello de bucear en el temido subconsciente. Invocado como una religión en Argentina, cartografiado una y mil veces por la cultura popular, apuntalado por el cine neurótico de Woody Allen, tiene también sus adeptos en España.
«Puede que el psicoanálisis haya sustituido en aspectos simbólicos el ideal religioso y el lugar del Padre sin ser, obviamente, una creencia», explica Silvia Yankelevich, psicóloga clínica y psicoanalista argentina -raíz obliga- que ejerce desde hace más de 30 años en España. Explica Yankelevich que en el psicoanálisis «el discurso del paciente se escucha como un pentagrama que hay que descifrar. Cada paciente tiene su música. Y sus silencios». Si hacemos caso a esta definición cargada de poesía, España, tierra de fabulosos conversadores, ha dado momentos memorables a las enseñanzas de Sigmund Freud. «He tenido la suerte de tratar a pacientes andaluces cuyo discurso era no más que un quejío», recuerda. «Tras el desconcierto inicial, aprendí a interpretar todo lo que me quería decir con aquel sonido único».
Así las cosas, las bondades de la psicología han calado en la plebe como cuentas de rosario. Y, sin embargo, en esta trepidante carrera por la felicidad aún queda un obstáculo por saltar. La Sanidad pública sólo atiende a los casos más graves -con una ratio de 5,71 psicólogos clínicos por cada 100.000 habitantes frente a los 10,7 de Francia, los 12,1 de Grecia o, bendita filosofía nórdica, los 56,9 de Finlandia-. Y las consultas privadas oscilan entre los 50 y 100 euros por sesión. Se abre el debate, pues, de si nos encontramos ante un bien de lujo. Busque la respuesta, como siempre, en su interior. Yo aún estoy preguntándoselo a Freud.
ULISES CULEBRO
8 FEB 2018 – EL MUNDO