Profesionales de la salud mental comparten siete casos de pacientes que ponen voz a los trastornos que más se han disparado. Desde el inicio de la pandemia, la ansiedad y la depresión son cuatro y tres veces más frecuentes.

Artículo (La Consulta de Chamberí) - Terapia

Estamos mal. Los profesionales de la salud mental nunca han tenido tanto trabajo. En España, el 41,9% de la población ha sufrido problemas de sueño desde el inicio de la pandemia y el 38,7% se ha sentido cansado o sin energías. Se han prescrito más del doble de psicofármacos que antes, sobre todo ansiolíticos, antidepresivos e inductores del sueño. El 35,1% de los españoles admite que ha llorado en el último año y medio. Todo según la última encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Meta estudios publicados en revistas internacionales ofrecen resultados similares: los casos de depresión mayor y trastorno de ansiedad en el mundo han aumentado un 28% y un 26% (The Lancet) y el trastorno por estrés postraumático, la ansiedad y la depresión fueron, respectivamente, cinco, cuatro y tres veces más frecuentes de lo que habitualmente reporta la Organización Mundial de la Salud (Psychiatry Research).

Cada vez más gente está llegando a consulta (según el CIS, un 6,4% de la población ha acudido a un profesional de la salud mental desde el inicio de la pandemia, el 43,7% por ansiedad y el 35,5% por depresión). ¿Qué es lo que ocurre allí? ¿Qué apuntan los terapeutas mientras la gente narra sus tristezas, angustias y preocupaciones? En base a las historias clínicas y las notas tomadas durante las sesiones, siete psicólogos y psiquiatras, públicos y privados, de distintas escuelas terapéuticas, explican el caso anonimizado de uno de sus pacientes para este reportaje.

Cada uno representa sintomatologías que se han disparado. Cuentan la historia de muchos otros. Una enfermera de baja con estrés postraumático (un 14,5% de los sanitarios sufre un trastorno mental discapacitante y el 22,2% estrés postraumático desde la pandemia, según estudios del Hospital del Mar, en Barcelona y el CIBER). Una madre trabajadora con ansiedad (un 22% de las españolas declaró haber tenido ataques de pánico o ansiedad, según el CIS). Un niño obsesionado con el virus (el 52,2% de los padres notaron cambios en la manera de ser de sus hijos). Un joven deprimido que pertenece a la generación que más ha frecuentado los servicios de salud mental. Una anoréxica, una pareja en crisis, un superviviente de covid…

La ola de enfermedad mental nos afecta a todos, aunque no por igual. El golpe ha sido más duro para las mujeres y los jóvenes. Las personas con menos recursos sufren más. Y tienen menos soluciones: “A las limitadas terapias públicas llega mucha gente tocada por la crisis económica y son precisamente quienes más posibilidades tienen de acabar medicadas, ya que no pueden costearse un terapeuta privado, es una pescadilla que se muerde la cola”, dice Juan Antequera, psicólogo clínico en la pública. Se han prescrito tres veces más psicofármacos a quienes se identifican como “clase baja” (CIS).

Los especialistas critican la escasa atención de las administraciones. España dedica apenas el 4% de la inversión en sanidad a salud mental (la media europea es del 5,5% y hay países que llegan al 10%) y en la red pública hay 11 psiquiatras por cada 100.000 habitantes, la mitad que en Francia o Alemania (el borrador de la ley general de salud mental contempla que haya 18 psiquiatras por cada 100.000 habitantes). Los psicólogos clínicos son aún menos: seis por 100.000 habitantes (tres veces menos que la media europea).

“Hay una parte positiva en que tanta gente haya hecho crac”, apunta el psiquiatra Juan Luis Mendívil: “La pandemia ha visibilizado un problema de salud mental que ya estaba ahí, rebajando el tabú que existía a su alrededor”. En palabras de Juan Antequera: “La crisis nos ha permitido quitarnos el filtro de Instagram, ya no da tanta vergüenza salir del armario emocional”. “Habrá que ver”, añade, “cuánto tardamos en olvidarlo”.

Día 1: Duelo patológico y cuadro depresivo mayor


“¿Y cómo queréis que esté?”

Varón 71 años. Paciente de Víctor Pérez, jefe de Psiquiatría del Hospital del Mar de Barcelona.

El señor X, dueño de un restaurante y jubilado, pasó en casa con su esposa la covid a finales de 2020. Ella empeoró: “Me ahogo, me voy al hospital”. La última vez que la vio fue montando en la ambulancia. No deja de darle vueltas a la imagen. La mujer —juntos desde de críos, un “noviazgo perpetuo” de 50 años, recuerda el paciente—, falleció tres semanas después. La culpa de no haberse despedido atormenta a X.

Al principio tiene un duelo traumático pero adecuado. Sin embargo, con el paso de los meses no retoma su actividad cotidiana. Deja de acudir al restaurante para ayudar al hijo que ha quedado al cargo. También de ver a sus nietos: le cansan, le incomodan. Pasa a vivir solo. No sale apenas de casa en ocho meses.

Sus hijos reciben la carta que el hospital envía a los familiares de fallecidos por covid para hacer un seguimiento de los duelos complicados. Los de la covid tienden a serlo: porque no hubo despedidas, por ser muertes inesperadas, por el posible complejo de culpa. [Según un estudio realizado por el Hospital Gregorio Marañón de Madrid entre 300 familiares de víctimas de covid, la incidencia del duelo patológico fue del 25%, cuando lo habitual es el 2%]. Es difícil saber qué es un duelo normal. Durante años el criterio diagnóstico DSM-5 (la enciclopedia de los trastornos psiquiátricos) no recomendaba evaluar a un paciente en duelo, pero en 2013 cambió: si hay un cuadro depresivo, se debe tratar.

El paciente, como ocurre habitualmente con los enfermos depresivos, sabe que lo que pasa no es “normal”, pero lo justifica repitiendo “¿Y cómo queréis que esté?”. Aun así, a petición de los hijos, no cuesta que acuda a consulta. Los depresivos mantienen una empatía importante, escuchan a los demás. También tienden a culparse por necesitar ayuda: “Si tuviera más carácter, si fuese más fuerte…”, dice X.

En la evaluación cumple todos los criterios de un episodio depresivo mayor, de moderado a grave: tristeza, incapacidad para disfrutar de las cosas de una manera mantenida durante más de dos semanas, dormir mal, despertar con muchísima ansiedad, síntomas somáticos como dolor, astenia, cansancio. No tiene ideaciones suicidas, pero sí falta de ganas de vivir. Repite: “Si no me despierto más, no pasaría nada”, “por la calle pienso que si me atropella un autobús nadie me echará de menos”. Además, el paciente tiene un antecedente depresivo, a los 40 años, a raíz de un problema económico (tratado con psicofármacos con un buen resultado) lo que le convierte en especialmente vulnerable.

El señor X explica que pasa el día llorando, sin ganas de hacer nada, tirado en el sofá viendo la tele pero sin disfrutar de ello y con un gran sentimiento de culpa: “Ahora que mis hijos me necesitan más que nunca, con la crisis de la hostelería encima, no hago nada de provecho”. Se establece una alianza terapéutica para explicarle que hay un problema médico y empieza hace tres meses un tratamiento farmacológico. Se recetan antidepresivos y ansiolíticos (por la noche, para que pueda dormir). Acude a consulta cada mes o dos meses. La medicación se mantendrá durante al menos seis meses, hasta un año. Lamentablemente sanidad pública solo puede ofrecer psicoterapia a los casos muy graves (depresivos resistentes, psicóticos, bipolares). En los más leves se puede recomendar terapia grupal en los centros de primaria. En este caso, con una familia cohesionada, no será necesario. Como medida preventiva funcionan bien los grupos de duelo, el Ayuntamiento de Barcelona tiene un programa dirigido por psicólogos en bibliotecas públicas para recalcar que el duelo no es una enfermedad.

Aunque persiste la tristeza, hay mejoría. La benzodiazepina actúa inmediatamente, a la semana ya está más activo y descansado; los antidepresivos tardan entre cuatro y seis semanas en hacer efecto. El señor X empieza a disfrutar de los nietos. Incluso bromea: “Si el Barça no estuviera como está, también disfrutaría de algún partido”.

Día 2: Miedos y comportamiento obsesivo


“No quiero hacer pis en el cole porque al baño van niños que no son de mi burbuja”

Varón nueve años. Paciente de Mireia Orgilés, terapeuta infantil en la clínica Psicológica de la Universidad Miguel Hernández de Elche.

La madre de P llega a consulta durante el estado de alarma: “El niño no está normal”. P tiene un hermano de 11 años y viven en una casa de dos plantas con un pequeño jardín. Al principio está contento, sin clases, puede jugar todo el día y pasa más tiempo con sus padres. Aun así desarrolla miedos y preocupaciones. Hace muchas preguntas sobre el virus y la muerte. Muy atento a las conversaciones de sus padres, demuestra un apego desmedido por ellos. Les abraza fuerte sin motivo, no quiere dormir solo, se mete en su cama por las noches, persigue a la madre por la casa y llora si no la encuentra enseguida. Anteriormente no era un niño muy dependiente. En general está muy preocupado porque le pase algo a alguien, en especial a su madre, y tiene miedo a contagiarse. Relata creencias muy concretas: se niega a acostarse sin lavarse el pelo porque el virus del aire posado en su cabello podría pasar a la almohada y se lo tragaría. Cuando en verano ya pueden viajar, no quiere pisar la arena de la playa. Si están limpiando una calle o un local, siente que es una señal de peligro y quiere alejarse. Se lava las manos compulsivamente. En los lugares públicos mueve las sillas con el pie. Pide gel antes y después de usar los columpios. Cuando vuelve al colegio, no quiere ir al baño porque han estado otros que no son de su grupo burbuja.

En la formación de estas creencias las primeras semanas de la pandemia fueron clave. Los datos eran contradictorios para todos y los niños estuvieron expuestos a la angustia e incertidumbre de los padres, los telediarios y las búsquedas por internet. Los niños tienden a rellenar en su mente lo que se les oculta con contenidos aun más dramáticos que la propia realidad. Los adultos supimos modificar nuestras dudas a medida que la ciencia avanzó, ellos no. P no entiende por qué un día su madre dejó de limpiar con lejía la compra, o por qué su padre empezó a abrazarle sin ducharse antes cuando volvía del trabajo.

A la desinformación, se suma la ruptura de las rutinas, básicas para los menores. Favorecen su desarrollo y su comprensión del mundo, cambiárselas les desestabiliza. El cierre de los colegios impide el contacto con sus pares y una alimentación variada. En casa, encerrados, el estrés parental se traduce en una mayor permisividad y más incoherencia. Todo el día haciendo bizcochos, se abre la mano con las pantallas y el sedentarismo. Sin actividad física, el sueño se trastoca. Su vida queda patas arriba.

Durante siete meses se realizan dos sesiones semanales telemáticas con P. También con sus padres, para darles pautas. Con el niño se trabajan herramientas cognitivo conductuales para rebajar la ansiedad como técnicas de respiración. Hay una fase psicoeducativa en la que se contrarrestan las creencias distorsionadas ajustando a su edad la información científica disponible: “que limpien es una señal de tranquilidad, no de peligro, pues se están tomando medidas”. También se desactivan los pensamientos negativos automáticos por otros racionales y útiles (“pensar ‘vamos a enfermar todos’ no sirve para nada y te hace daño”). El acompañamiento informativo debe ser previo a los acontecimientos. Por ejemplo, explicar por qué se retiran las mascarillas en el exterior antes de que ocurra. Los niños han sido ejemplares en su uso, mucho más rigurosos que los adultos. Acostumbrados a obedecer normas, pocos se las bajan. Es importante vigilar que no se les vaya de las manos.

También se modifican hábitos del sueño: menos pantallas, un juego más activo (incluso en el confinamiento, jugar al escondite o al pilla pilla en casa) y técnicas de relajación. Los fármacos no son recomendados en menores.

Las sesiones se van espaciando hasta que P deja la terapia. Sus padres quedan atentos a cualquier alteración de la conducta y pueden consultar ante un cambio de medidas, como cuando haya que retirar las mascarillas en clase, algo que se prevé va a costar a muchos chicos.

Día 3: Estrés postraumático


“Nací para ser enfermera, pero no puedo volver al hospital”

Mujer, 40 años. Paciente de Juan Antequera, psicólogo clínico en la sanidad pública madrileña.

V llega al centro de salud mental derivada desde atención primaria. Es enfermera en un hospital público, lleva más de un año angustiada y cansada, con una sintomatología ansioso-depresiva previa a la covid, por la situación laboral, los turnos, la imposibilidad de conciliar (tiene dos hijos pequeños). La pandemia lo dispara. En los picos del virus acusa mucho estrés: es muy autoexigente y se implica mucho con sus pacientes. Dobla turnos pero siente que a la sobrecarga de trabajo se suma la sensación de que no puede hacer su trabajo con el cuidado y el tiempo que desearía. La gente muere a su alrededor y no tiene capacidad de acción. Al mismo tiempo siente miedo y malestar por su familia a la que teme exponer al virus y a la que siente tiene abandonada. Recuerda con angustia cómo metía la ropa en una bolsa de basura y se duchaba antes de tocar sus hijos. Sin embargo, en lo más crítico de la covid, fue capaz de funcionar en “automático”.

En navidades de 2020 se rompe. Tiene mucha somatización: dolores generalizados, incapacidad para descansar, incontinencia emocional, irritabilidad, llanto descontrolado, dificultades atencionales. Desconfía de sí misma profesionalmente: “A ver si me voy a equivocar con la medicación de un paciente”. La intensidad del virus ha frenado un poco y pide una reducción de jornada para compensar la conciliación familiar descuidada durante meses. El hospital se la niega y le dice que puede irse si quiere. Que no se reconozca el esfuerzo y los sacrificios rompe sus esquemas. Dice: “Nací para ser enfermera, pero por primera vez estoy planteándome dejarlo”.

Aun así es reticente a pedir una baja. Como muchos pacientes, especialmente sanitarios, piensa que “los fuertes siguen”. Siente culpa por “dejar tiradas a las compañeras”. Pero su cuerpo no puede más, se aconseja una baja y su médico se la da.

La primera recomendación es que V busque un “espacio de autocuidado”, inexistente en su vida: dar un paseo, un baño, leer, quedar con amigas… recargar las pilas. Ella dice: “No me acuerdo de lo que me gustaba hacer cuando tenía tiempo”. Empieza haciendo cosas como ordenar los armarios. Algo útil, que no le hace sentirse culpable. “Cómo me voy a dar un paseo mientras mis compañeras están como están”, repite.

Aunque va logrando pequeños espacios de disfrute, desde que está de baja no vuelve al hospital. Es su centro de referencia y el de sus hijos; retrasa o anula pruebas importantes, una táctica de evitación típica de su diagnóstico: estrés postraumático. Incluso pensar en pisar el hospital le hace revivir lo que ocurrió y le da miedo.

El estrés postraumático es habitual entre los sanitarios que han llegado a consulta tras la pandemia. Más auxiliares de enfermería y enfermeras que médicos, por las condiciones económicas y porque a los médicos se les enseña a no sentir mucho (cuando tienes que dar 10 diagnósticos de cáncer al día terminas por disociar). El estrés postraumático surge de una situación en la que el paciente siente un miedo real, que no tiene por qué serlo, pero que en este caso además lo era. Los síntomas tienen dos vertientes. La positiva, que produce cosas: ansiedad, miedo, angustia. Y la negativa, que quita cosas: las ganas, la energía, la esperanza. La parte más ansiosa produce flashbacks, pesadillas; la parte más depresiva, aislamiento, incapacidad para sentir. Los fármacos pueden funcionar para la parte ansiosa, pero para “destraumatizar”, para recolocar, funciona mejor la terapia.

Casi un año después, V sigue de baja. Está mejor, es menos crítica consigo misma, pero sigue sin poder volver a pisar el hospital.

Día 4: Cuadro ansioso-depresivo


“Todo es una mierda. No valgo nada”

Varón, 23 años. Paciente de Juan Luis Mendívil, psiquiatra privado en Bilbao.

I, universitario, acude a consulta a mediados de 2019, empujado por su madre, que hace años hizo psicoterapia por un episodio de ansiedad que reconoce ahora en el hijo. Empieza con una sesión semanal de psicoterapia ecléctica (45 minutos, 93 euros), con herramientas del psicoanálisis y cognitivo conductuales, y orientación dinámica, humanista y sistémica.

Tiene problemas para relacionarse, le cuesta hacer y mantener amigos. Sensaciones de inseguridad, cierta timidez y baja autoimagen, a pesar de ser un chico majo, buena persona, inteligente y atractivo. El yerno perfecto. Está centrado en los estudios y en el surf, su mayor válvula de escape. Además de las sesiones, comienza un tratamiento con ansiolíticos.

En unos meses, mejora bastante. Ya toma muy poca benzo. Trabajamos las relaciones interpersonales, hace amigos, empieza a salir con una chica. Está en ese proceso cuando llega la pandemia y se confina con su familia (tiene una hermana mayor y otro pequeño). Mantiene una relación ambivalente con sus padres y hermanos (“paso un poco de ellos”). Este cierto grado de aislamiento con su entorno familiar y social se dispara en el confinamiento. No va a clase, un espacio que le obligaba a relacionarse con otros. La distancia rompe la relación con la chica. Tiene que dejar el surf.

Sigue con la terapia telemática pero desarrolla un cuadro ansioso-depresivo, incrementando la sintomatología sobre todo depresiva. Para su franja de edad el confinamiento supone un golpe durísimo, corta en seco toda sociabilidad en un momento vital en el que resulta esencial, y saben que personalmente no les va a afectar mucho el virus, lo que hace más duro el sacrificio. Los macrobotellones actuales son una compensación a la prisión en la que se han visto obligados a estar. Los pacientes jóvenes sienten que se les ha robado algo. En el caso de I: la posibilidad de mejorar cuando empezaba a ver una salida.

Otros pacientes de su edad hablan de problemas para encontrar trabajo o independizarse y de la frustración frente a las expectativas generadas. En generaciones anteriores, los padres educaban a los hijos para que se forjasen un futuro. Ahora se les pide “que sean felices”, algo mucho más complicado. En todo caso, I no piensa en el futuro, tampoco en el presente. La depresión se lo impide.

Empeora. No quiere salir de la habitación. Incluso desarrolla ideas autolíticas (“la vida no tiene sentido, todo es una mierda, no valgo nada”, repite) por lo que se incrementan puntualmente las sesiones a dos o incluso tres semanales. Se recetan antidepresivos.

La madre es más consciente del problema, el padre, más operativo, quita importancia a lo emocional. Le tacha de “vago” o le pide que “espabile”. Se realizan intervenciones familiares, con el beneplácito del paciente, para explicar que el problema de I no es un capricho voluntario, si no un trastorno. Que no haya un “motivo” concreto para estar deprimido no significa que sea fácil salir. El paciente debe sentir apoyo e incondicionalidad. A veces basta con que los padres estén y recuerden la temporalidad del trastorno, “no vas a estar siempre mal”. Es importante, a pesar del trago, que eviten ponerse nerviosos ellos. Tienen que entender que las ideas, incluso las suicidas, son de la enfermedad, no de I. Pero también es necesario que estén vigilantes.

Con la medicación, la terapia y la vuelta a la normalidad, I retoma el surf y el contacto con los amigos. Mejora. Aún está un poco aislado y siente con envidia cómo los demás mantienen con naturalidad relaciones que a él le cuesta crear, pero está ya en otro momento. Sigue con el tratamiento farmacológico que ha de mantenerse unos meses más allá de los síntomas, de forma preventiva. I sabe que ha de mantenerse activo para poder estar bien. Valora sus propios recursos, mejora su autoimagen. Es capaz de decir: “Soy alguien”.

Día 5: Ansiedad con somatización


“No me da la vida, yo lo que necesito son más horas en el día”

Mujer, 38 años. Paciente de Elena Daprá, psicóloga privada en Madrid.

O trabaja de técnico superior, de 8 a 5, más horas extras. Tiene dos niños de 7 y 14 años, con extraescolares hasta las 5.30 y un marido, también técnico superior, con un puesto más alto y más ingresos, por lo que la familia prioriza su trabajo. Generalmente es ella quien ajusta su jornada para buscar a los niños y cuidarlos por la tarde.

Llega a consulta en diciembre de 2020. Entre sus síntomas: dolores de cabeza, tensión muscular, fatiga, falta de deseo sexual, malestar estomacal… Se le cae mucho el pelo y duerme mal. Su médico de cabecera le receta Lexatin. Emociones que manifiesta durante la evaluación: inquietud, falta de motivación, incapacidad para enfocarse en una tarea, irritabilidad y ataques de ira. Siente que está “enfadada todo el tiempo” o que de pronto pasa a “una tristeza agobiante”. Ha dejado de hacer ejercicio y de salir con las amigas. Pasa de tener un apetito voraz a no comer nada. No fuma ni bebe, pero muchas otras pacientes con cuadros parecidos han incrementado el consumo de alcohol y tabaco.

O arrastra esta situación desde el confinamiento. Estar encerrada 24/7 con su familia, mientras teletrabaja, le hace sentir que se levanta y acuesta “por la noche”. Le preocupa la salud de sus padres y el estado emocional de sus hijos. El miedo y la incertidumbre que siente en el pico de la pandemia no explotan entonces, sino meses después. Llega diciendo: “Ahora que viene la Navidad y estamos más relajados, que la gente vuelve a la normalidad, estoy peor y tengo ganas de llorar a todas horas… Yo no soy así”.

El primer punto a trabajar es explicar que está reaccionando a una situación anormal y que dicha reacción sí forma parte de ella. Se establecen sesiones semanales de 50 minutos (100 euros). Dados sus problemas para conciliar (“no me da la vida”, repite) las sesiones son flexibles para no añadir estrés y puede cambiarlas con 48 horas de antelación o realizarlas por Zoom. Se insiste en la necesidad del autocuidado: la terapia es el primer espacio para dedicarse a sí misma.

Llega con el Lexatin comprado, pero como muchos pacientes medicados con psicofármacos por primera vez alberga dudas: “Tengo demasiadas cosas que hacer para andar atontada”, dice. Sabe que le pasa “algo”, pero “no como para medicarse”. A pesar de que su cuerpo reacciona somatizando, no es consciente de su cuadro de ansiedad: “Yo no necesito Lexatin, sino más horas en el día”. Se le explica que ante una patología de ansiedad las neuronas aumentan su apertura presináptica, por lo que pasan más impulsos nerviosos, la medicación las equilibra para que se pueda trabajar a nivel cognitivo. Los ansiolíticos sirven para momentos puntuales, se irán retirando mientras se crean herramientas psicológicas. La medicación se mantiene tres meses.

Su principal motivación para solucionar su ansiedad es cómo puede influir en sus hijos o “cargarse” su relación de pareja. Como muchas mujeres, se sobreexige a nivel familiar y laboral. Tiene distorsiones cognitivas sobre lo que demandan de ella los demás.

Se lleva a cabo una mezcla de terapia cognitivo conductual y humanista, incluidas sesiones con fototerapia (en la que se usan imágenes para proyectar), una sesión con el marido y una segunda fase de empoderamiento para mejorar la autoestima. Se trabajan las ideas irracionales sobre lo que se espera de ella. O empieza a delegar en su marido (que está de acuerdo con un reparto más igualitario de tareas) y en sus hijos, a los que permite ser más autónomos. Se revisa la alimentación sana y el ejercicio físico trastornados desde el confinamiento. O sigue teletrabajando con jornada flexible, explica que cuando va a la oficina rinde menos, pero empieza a disfrutar de relacionarse con su equipo.

Tras un año de tratamiento O ha superado su sintomatología. Las sesiones se han espaciado cada 15 días, y podrían cesar. “Este es mi espacio, no quiero dejarlo”, dice ella sin embargo.

Día 6: Anorexia nerviosa


“Se me ha vuelto a ir el control de las manos”

Mujer, 18 años. Paciente del psiquiatra Luis Rojo, jefe de la Unidad de Trastornos de la Conducta Alimentaria del Hospital La Fe de Valencia.

Tímida, perfeccionista y con ciertos rasgos obsesivos, N es ingresada en el verano posterior al confinamiento por tercera vez por anorexia nerviosa. Dejó los estudios como consecuencia de la patología que desarrolló hace varios años. A la unidad de hospitalización llegan las pacientes que no responden al tratamiento ambulatorio ni al hospital de día, un recurso operativo de 9 a 5, donde hacen desayuno, comida y merienda. En la unidad hospitalaria, a tiempo completo, el control de la alimentación es más estricto.

Aunque N es recurrente, la lista de espera para los ingresos, de unas 25 personas actualmente, se ha visto aumentada últimamente, sobre todo, con primeros casos. El malestar generado por la pandemia fue un caldo de cultivo. Las condiciones amenazantes de una situación que nunca habíamos vivido se tradujeron en estrés. A ello se añadió la pérdida de vínculos sociales, la limitación del ocio y el aumento de la ociosidad, la intensificación de la vida familiar, con sus pros y sus contras, el estrés de los padres… Fue también una ocasión para pensar, ¿qué puedo hacer para no echarme a perder? Muchas personas empezaron a cuidar lo que comían y a hacer ejercicio, lo que sirvió como vía de entrada a perder peso para las chicas más vulnerables.

N es mayor que la mayoría de los casos nuevos, donde hemos visto crías de hasta nueve años. Algún caso se inició en redes sociales: un grupo de amigas queda para adelgazar durante el confinamiento; una de ellas pierde el control y desarrolla un trastorno alimenticio. Hay factores de vulnerabilidad individual para entrar en cuadros obsesivos. En una situación con tanto descontrol, las personalidades con rasgos perfeccionistas, inseguras, que creen no contar con recursos para resolver incidencias, ven una salida compensatoria en el control de la propia ingesta: es un mecanismo de compensación. No comen para sentirse mejor. Les calma y les motiva, aunque luego les absorba y se queden pilladas emocional y biológicamente.

El ingreso de N dura solo 20 días. Como muchas pacientes recurrentes, repite que “se le ha vuelto a ir el control de las manos”. El ingreso anterior había sido de cuatro meses, un plazo más habitual. No es recomendable acelerar la recuperación de alguien que ingresa con un índice de masa corporal de 14 o 12, o hasta de 11 o 10 (un IMC normal va de 18,5 a 26,9), ya que la realimentación puede causar problemas. Al principio ganan peso rápido, llegan vacías, pero a partir de ahí la recuperación es lenta, lo cual ayuda a contener la fobia a engordar.

Los ingresos como el de N fueron más duros durante el confinamiento. No se podían recibir visitas, ni hacer salidas, ni volver a casa el fin de semana, grandes motivadores para estas chicas ya que el ingreso es una pérdida de autonomía.

En el ingreso, el control de la alimentación (y a veces los suplementos nutricionales) es importante pero no es lo único. Se establece una relación emocional y psicoterapéutica con la paciente. La alimentación está ahí, pero no es de lo que más se habla durante las sesiones, dos o tres veces por semana. A veces no es fácil comunicarse, ni que reconozcan que están enfermas. “Me llamo P, tengo 11 años y no tengo nada más que decirte”, arrancó una paciente en una sesión reciente. No dijo nada más en la hora que siguió. Las pacientes también tienen sesiones con las psicólogas, que se ven a su vez con las familias. Ahora son online, algo muy útil que hemos descubierto con la pandemia y que evita traslados continuos a la unidad. La terapia de grupo también funciona; el tratamiento farmacológico se usa cuando se necesita, sobre todo cuando hay clínica depresiva presente o síntomas psicóticos, para reducir la sensación de que las miran por la calle o por redes sociales.

N fue dada de alta y no ha tenido más ingresos. La evolución de esta enfermedad no es mala, un 30% recae, un 70% no: pueden seguir sintiendo malestar, pero sin que interfiera en su vida. No hay que demonizar la anorexia. Aun así la lista de espera ha aumentado y, tras la pandemia, cuesta más aligerarla.

Día 7: Matrimonio en crisis


“No te reconozco”. “Cada vez somos más distintos”

Mujer y varón. 44 y 48 años. Pacientes de Sacramento Barba, terapeuta de pareja y mediadora de la Fundación Atyme en Madrid.

R y A estuvieron cinco años de novios y cuatro conviviendo antes de casarse. Sin problemas económicos, tienen un niño de 11 y una niña de 9. Ella es enfermera en un centro de salud, él es consultor. Como muchas parejas, durante el confinamiento viven una especie de paréntesis en el que ponen todas sus energías en estar bien. Pasado un tiempo, los problemas que arrastran de antes de la pandemia afloran con más intensidad asociados con una idea: “¿Qué estoy haciendo con mi vida?”. Recuerda al replanteamiento vital que se da tras una enfermedad grave o la muerte de un ser querido. R explicita en una sesión: “Estaba viendo pasar mi vida, no viviéndola, cada vez somos más distintos, no podemos seguir así”. El amor mueve montañas, pero ante una situación grave, si una pareja no tiene los recursos, hace agua.

En el caso de R y A, como en el de tantas parejas, el primer cambio importante fue la llegada de los hijos. Antes se dedicaban a viajar, hacían cosas juntos. Después, él trabaja muchas horas, ella solo por las mañanas, empieza a sentirse sobrecargada por los cuidados y empieza a reprochar que no pasan tiempo en familia. Durante el confinamiento, por su trabajo, ella se mete en sí misma, apática. “No la reconozco”, repite él en las sesiones. Así llegan al verano de 2020, las primeras vacaciones tras la pandemia. Ambos tienen altas expectativas. Normalmente, es ella quien organiza, pero ahora no tiene ganas y le reprocha a él que no tome la iniciativa. “Con el año que hemos pasado”. Durante las vacaciones, tienen una gran crisis, y dejan de hablarse por no discutir frente a los niños. Él está perplejo: “Cuando ya había pasado lo peor, tuvimos uno de los peores veranos en familia”. Pasan los meses y las relaciones sexuales se paran. A ella no le apetece, no se siente cuidada. Él se siente rechazado. O discuten o mantienen un silencio que ella siente como castigador.

En abril de 2021 comienzan las sesiones semanales de hora y media (100 euros). Se trabaja una comunicación libre de reproches, la exposición de los propios sentimientos y el principio de reciprocidad: los sentimientos de uno están relacionados con los del otro. También que la espiral de reproches y silencios solo lleva a más de lo mismo, es un mensaje de socorro y puede llevar a la separación, que a veces es lo adecuado.

Siete meses después R y A siguen juntos. Acuden a terapia cada 15 días, en breve serán mensuales. Una vez al mes salen solos para reencontrarse. Cuentan que ya se reconocen. Este verano lo han pasado mucho mejor.

PATRICIA GOSÁLVEZ​
14 NOVIEMBRE 2021 – EL PAÍS

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