La pandemia y sus restricciones solo han agudizado una tendencia que ya existía antes: la de culpar de todos los males del mundo a las jóvenes generaciones, que para algunos nunca estarán a la altura de las precedentes. ¿Qué orígenes (e intereses) hay detrás de todo esto?

Artículo (La Consulta de Chamberí) - Jóvenes

Lo afirma Mariló Montero en una columna publicada en el Diario de Sevilla titulada Jóvenes irresponsables: “Hubo un tiempo en que ante la desobediencia de un hijo la bofetada te ponía el cerebro en su sitio” (sic). Lo titula un periódico y se hace viral: “Un médico estalla contra los jóvenes irresponsables”. Y, durante meses, muchos telediarios han abierto con informaciones como esta: “Conciertos sin mascarilla o acampadas para contagiarse: las actitudes irresponsables de los jóvenes frente al coronavirus”.

La pandemia no ha hecho más que avivar el tópico, actualizado con cada nueva crisis, que afirma que los jóvenes son cada vez más ignorantes e indisciplinados y, debido a estos defectos incurables, están siempre a punto de destrozarse a sí mismos y de destrozar la sociedad. Cualquier tiempo pasado fue mejor, y es que ahora, jóvenes y adolescentes estarían tirando por la borda los esfuerzos de sus antepasados y de los adultos con los que conviven. Hoy los jóvenes son señalados como responsables del aumento de los contagios, y se han dirigido a ellos campañas de publicidad institucional (recibidas con más o menos guasa), pero cada año asistimos a un nuevo escándalo.

Ya habíamos oído hablar de los peligros de las “nuevas tecnologías” en manos de usuarios inexpertos, o habíamos asistido a varias temporadas de Hermano Mayor , ese programa que se propone enderezar a un joven díscolo ignorando las estructuras que lo rodean y explicándole que su situación es un desarreglo que solo depende de él. De hecho, existe todo un género —paradójicamente consumido por jóvenes— en Youtube que consiste en preguntar, a los chavales reunidos en un botellón o discoteca, por un dato (un nombre, una fecha) de cultura general, para dejarlos en evidencia. “Dígame un autor de la Generación del 27”, preguntaron una vez, y un muchacho lo resolvió con ingenio: “¡Pero si estamos en el 21!”.

Ortega y Gasset escribió que, antes o después, cualquier persona sensible se descubrirá fatalmente adscrita a cierto grupo de edad y a un estilo de vida. Hablaba de las generaciones que consisten, según su teoría, en los tramos en los que puede dividirse una sociedad. Así, todos los individuos que viven a la vez son contemporáneos pero solo los que comparten ciertos intereses y formas de vida, además de edades parecidas (distingue entre los veinte, los cuarenta y cinco y los sesenta años), se pueden considerar coetáneos o pertenecientes a la misma generación.

Actualmente, el conflicto entre generaciones está más vivo que nunca. Se producen querellas entre la generación artífice de la Transición en España —ya anciana— y quienes los acusan de haber aprovechado aquel proceso político para “cambiar dignidad por dinero”. Se escuchan gritos de rabia de jóvenes que sienten que la generación que les precede ha agotado todos los recursos y, a base de especular, por ejemplo con la vivienda, ha dejado exhausto y casi desguazado el Estado de Bienestar. Pero, sobre todo, con un volumen muy superior al de aquellas fricciones secundarias, escuchamos las voces y alarmas de quienes ya no son jóvenes y censuran a quienes —solo todavía— lo son.

Lo cierto es que no hay nada sorprendente en que jóvenes y adolescentes cuestionen las normas (familiares, sociales y hasta religiosas). La psicóloga y terapeuta Jara López explica que este desafío forma parte de un proceso de maduración tan natural como necesario: “Es necesario separarse de la norma en la que hemos crecido, de esta forma creamos nuestra propia idea del mundo y de nuestras necesidades. Cuando llegamos a la edad adolescente vivimos varios duelos a la vez, que tienen que ver con la desidealización de los padres, del cuerpo perdido y con la desidealización de la norma que se ha acatado hasta ese momento. Esto supone enfrentarte a muchas capas de la realidad y es muy duro porque de repente tomas conciencia de que todo lo que habías acatado hasta el momento, de que todas las normas que han estructurado tus vivencias, no son necesariamente justas o igualitarias.”

Sin embargo, cuando los medios de comunicación necesitan referencias sobre algo que los atañe, rara vez acuden a los propios jóvenes, y se centran en figuras como el controvertido juez de menores de Granada Emilio Calatayud, que declara cosas como esta: “A los jóvenes les vendrían muy bien 4 o 5 meses de mili para aprender disciplina y compañerismo”.

María Gelpí es profesora en un instituto público desde hace años y, a la pregunta sobre si esta generación de adolescentes es la peor que ha pasado por sus clases, responde: “Cuando me preguntan por los jóvenes de hoy, me viene a la cabeza la frase de Churchill acerca de los franceses: ‘No sé, no los conozco a todos’. Yo tengo alumnos garrulos y alumnos brillantes.” Algo parecido defendió el filósofo Ernesto Castro en el debate ¿Quién educa a quién? (RTVE), donde, además, apuntó que, antes de lanzar mensajes alarmistas, convendría atender a cómo los jóvenes han sido representados a lo largo de la historia.

Si bien el canon literario está lleno de tragedias centradas en el conflicto entre padres e hijos (desde Edipo hasta el Rey Lear de Shakespeare), el concepto de “juventud” con el que todavía operamos, entendido como un periodo vital especialmente convulso y sometido a fuertes tensiones, empieza a formarse durante el Romanticismo. Con el éxito internacional de Las penas del joven Werther (1774), el personaje de Goethe se convirtió en el arquetipo del joven atormentado: un individuo extremadamente sensible, lleno de talentos desaprovechados y con tendencias suicidas.

Después de algo más de un siglo, las vanguardias apelan directamente a la juventud y se lanzan manifiestos como el Ultraísta (“Jóvenes, rompamos por una vez nuestro retraimiento y afirmemos nuestra voluntad de superar a los precursores”, 1918). En aquellos años, la cuestión del relevo generacional está en boca de todos y, por ejemplo, Valle-Inclán aprovecha su Luces de Bohemia para ridiculizar a un autor que le precede (llama “garbancero” a Galdós) y también a los que le sucederán (considera ridículos y pretenciosos a los “farsantes ultraístas”).

Pero será en Estados Unidos, a finales de los cuarenta, donde surgirá un término capaz de cambiarlo todo: teenager (adolescente). Se acabaron los debates elitistas entre artistas de una u otra corriente o las reflexiones históricas y filosóficas: convertirse en teenager está al alcance de cualquiera entre trece y dieciocho años (o por ahí) con un puñado de dólares en el bolsillo. Y, a diferencia de un niño, el teenager gozará de un poder enorme. ¿Sobre qué puede decidir un teenager, que ni siquiera puede votar? Puede decidir sobre su consumo y sobre las marcas que prefiere: acaba de aparecer un negocio enorme.

Desde entonces, la cultura popular ha engordado a medida que ejércitos de publicistas y ejecutivos ideaban productos (moda, entretenimiento…) al gusto de este nuevo target, mientras los propios teenagers, haciendo honor a su naturaleza, eran más rápidos y siempre producían o encontraban una expresión cultural más rompedora y original que las propuestas por los adultos. Paul McCartney compuso Helter Skelter para los Beatles al escuchar decir a Pete Townshend, de los Who, que su canción I can see for miles era la más sucia y estridente que se pudiera imaginar; y este crescendo, en busca de una voz (o un sonido) para representar la angustia y la rabia de los adolescentes dura hasta nuestros días.

Las costumbres (de la Ruta del Bakalao al botellón) y la cultura (del punk al trap) juveniles cambian de forma, pero siempre serán escandalosas para los adultos más conservadores. A este respecto, continúa Jara López: “Las generaciones de adolescentes que desafían la norma son necesarias para el avance social, pero los adultos, por lo general, no queremos hacer un hueco a sus reflexiones porque nos interpelan, nos desafían y nos enseñan que quizá haya otras formas de hacer las cosas. Esto no es nuevo… El adultismo sería la forma en que ponemos la experiencia adulta como principal referencia y denostamos las experiencias infantiles y adolescentes. Y es un problema.”

Así que, ya sea encauzada en forma de producto contracultural (que podría terminar comercializado), como militancia política, como discurso, como nihilismo o como simple enfado, es necesario que los adolescentes produzcan una energía difícil de entender para los adultos. Y, si alguna vez el comportamiento de los jóvenes a nuestro alrededor nos produce inquietud o espanto, nos convendrá recordar estas palabras la profesora Gelpí: “Se dice que los chavales son cada vez más estúpidos porque leen menos, que son más ineptos porque han crecido sobreprotegidos y engañados por las pedagogías de la autoestima, que son narcisistas aún cuando hacen voluntariado y que están despolitizados a pesar de la tozudez del sistema educativo. Pero hay que pensar cuántas de estas cosas de las que se acusa a los jóvenes no padece en la misma proporción el resto de la población adulta, igual de infantilizada.”

ENRIQUE REY
14 DICIEMBRE 2020 – EL PAÍS

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