El coronavirus nos trastocó la vida de golpe. Muchos meses después seguimos en una constante adaptación. Enfrentamos pérdidas económicas, personales y sociales, y la falta de certezas en una realidad mutante que, en plena segunda oleada de la pandemia, parece no tener fin. Cuesta desconectar, cuesta dormir, cuesta concentrarse. Un puñado de testimonios en primera persona retrata el estado de ánimo de una sociedad sometida a estrés. Los especialistas en salud mental alertan sobre la importancia de no desdeñar los síntomas.

Artículo (La Consulta de Chamberí) - Covid-19

Antes de que toda España comenzara a familiarizarse con las fases de la desescalada antes de que se promulgaran siquiera, un hombre llamado Íñigo se enfrentó a su propia montaña rusa en varias fases: la primera arrancó cuando su padre, el periodista José María Calleja, ingresó en el hospital en Madrid y él se vio encerrado en su realidad de Tenerife, sin poder llevarle siquiera un libro, una ropa, un gesto. La segunda, cuando murió y él tuvo que volar a la capital a hacerse cargo de las gestiones enloquecidas en un mundo vaciado, sin abrazos. La tercera, cuando volvió a sumergirse en su soledad de Tenerife a iniciar un duelo con la ayuda, acaso, del WhatsApp. Y habrá más fases, que ya saldrán, porque mientras todo esto ocurría, Rosa, una abogada de Málaga que estaba al borde de empezar a disfrutar de la jubilación con viajes, clases, charlas, exposiciones y abundante vida social, se topó de un día para otro con que alguien llamaba a su puerta y era la vejez en persona. Por otra puerta se fue la juventud de Alberto, médico madrileño que llora entre paciente y paciente y siente que esa etapa de su vida se ha ido para siempre. O Silvia, sanitaria gallega, que tira la toalla después de que el miedo la arrasara a ella y a su niño pequeño, que dejó de comer en una larga ausencia que, obviamente, no entendió. Y muchos más que irán saliendo aquí, en esta historia que intenta hilar cómo la pandemia nos ha trastocado la vida, ha sido un shock para nuestra salud mental y ha dejado un reguero de miedo, estrés, angustia, ansiedad, culpa, incertidumbre, depresión, tristeza, estigmatización y duelos que no son de nadie, porque son de todos. Y que se prolongan en una situación sostenida de la que no se ve el fin. Y no estamos locos, no.

La salud mental del 46% de la población está en riesgo, según un estudio de la Universitat Oberta de Catalunya en el que luego profundizaremos. No se trata de patologías psiquiátricas, de enfermedades que ya estén cronificadas, sino de síntomas que ya se están sufriendo, midiendo, y que están generando un deterioro cognitivo que nos lleva a comportamientos erráticos, a la dificultad para concentrarnos y a sentimientos negativos. “Hay una respuesta natural de tristeza cuando sufres una pérdida en circunstancias traumáticas. Pero si esa tristeza se prolonga seis meses y no te deja trabajar, disfrutar, ni mejorar, será patológica”, advierte Celso Arango, jefe de Psiquiatría del hospital Gregorio Marañón.

La pandemia ha plantado las semillas de una enorme crisis de salud mental, avisa la ONU. El aislamiento físico, el miedo, la pérdida económica y hasta la desinformación han extendido el malestar psicológico en la población. “Es urgente afrontar el severo impacto de esta crisis en la salud mental y el bienestar”.

“La mayoría de nosotros pasamos un periodo de transición con síntomas de ansiedad, tristeza, duelos por pérdidas humanas, económicas o de la vida tal y como la conocíamos, por la dificultad en el contacto social y en los aspectos que nos caracterizan, por no acompañar a nuestros enfermos, pero ponemos nuestros recursos en marcha y esto se puede ir reduciendo según nos adaptemos”, asegura Silvia Berdullas, gerente del Consejo General de Psicología. “El problema es ese 20% de la población que va a desarrollar patologías. El problema es el estrés sostenido porque no sabemos cuándo va a finalizar todo esto y la incertidumbre se extiende. Y el problema son los estresores que añaden presión: primero fue la falta de camas hospitalarias, de equipos de protección, de espacio vital en casa; después, la ausencia de rastreo, de empleo, de profesores, de atención psicológica… Si alguna de las patas están frágiles en una catástrofe y fallan los amortiguadores, todo se hace más difícil”.

Berdullas palpó de primera mano la bomba que ha sido la pandemia para la salud mental porque trabajó en la coordinación del servicio telefónico de atención psicológica que puso en marcha el Ministerio de Sanidad durante el confinamiento. Entre las 15.170 llamadas atendidas, una buena parte era de enfermos, sus familiares o familiares de fallecidos con ansiedad, depresión o estrés agudo. La población general también acudió a la llamada por violencia de hijos contra padres, de hombres contra mujeres, por patologías psicológicas previas o, simplemente, por desesperación. Pero si un colectivo ha sido especialmente vulnerable es el de los sanitarios, que han sufrido la culpa por decisiones tomadas o por no poder hacer más, ansiedad ante la posibilidad de contagiarse o de contagiar a los suyos, además de enfado, tristeza, estrés y la estigmatización en sus entornos.

Silvia Iglesias, de 46 años, trabajaba en una unidad de lesionados medulares en Vigo cuando fue trasladada a la planta covid en el Alvaro Cunqueiro. “Es el encuentro más íntimo que he tenido con el miedo en mi vida. Había perdido a mi hermana hacía tres años tras una larga enfermedad en la que yo fui la fuerte y pensaba que ya había estado en contacto con el miedo, pero no”, cuenta esta auxiliar de enfermería. Ella misma sufre una enfermedad hepática autoinmune, tiene dos hijos pequeños y un apartamento pequeño. “Tenía miedo a la enfermedad, a exponer a mis hijos, a la precariedad al ver que los equipos no protegían de nada, tenía miedo porque no reconocías una cara, todos llevábamos el nombre rotulado y el miedo se hizo muy íntimo”. Silvia entraba los 15 minutos de rigor a acompañar a un enfermo en las últimas y se le olvidaba el reloj, narra hoy desde su aldea, Cangas de Morrazo, y lo que narra es un escenario de guerra. “Llegué a llevar un pañal para aguantar la jornada por miedo a quitarme el EPI, la gente se mareaba, lo pasaba mal, algunos con crisis de ansiedad, un día que yo no quería salir a cambiarme prácticamente me arrastraron fuera para quitarme el EPI”. Vio morir sola a una mujer que llamaba a su marido sin saber que éste ya había muerto. O se frustró al no poder atender la última voluntad de un anciano.

Y vio tan cerca la muerte que llegó a hacerse a la idea de morir y a tranquilizarse porque sus hijos quedaban con un gran padre y eso era lo importante. Pero su marido también se vino abajo, el niño pequeño dejó de comer y entre atender a moribundos y hacer caso a su médico de cabecera, que le recomendaba la baja, decidió coger la baja. Por ahora cuelga la bata para cuidar a sus hijos y a sí misma. “Sentí que había fallado, para mí fue un fracaso muy grande. Además eres una apestada, en el pueblo te miraban como si les fueras a contagiar. Incluso recuerdo a mi madre, le llevaba cosas al buzón y me miraba desde arriba con amor, pero también con un miedo terrible”.

Aquello pasó, pero las secuelas la han dejado más triste, con una ansiedad que antes ignoraba y un lloro que llega por la noche a la hora de bañar a sus hijos. “Algo en mí ha cambiado, todos hemos cambiado, yo he perdido emocionalmente brillo, no sonrío tanto, esto me hace mucho daño”. Por ello Silvia colgó la bata: “Nunca había puesto mi vida por delante de mi profesión y ahora la tengo que poner, si no por mí, por mis hijos”. Más del 70% de los sanitarios sienten malestar emocional y el 30% síntomas depresivos, según Marifé Bravo, jefa de Psiquiatría del hospital de La Paz.

Muy lejos de esta aldea de Galicia, en Vallecas, Alberto Cascón no relata la tensión del pico de la pandemia –o no solo- sino la que sufre ahora mismo como médico de familia en este barrio madrileño azotado por una de las tasas de contagios más altas de Europa. Calles prietas, gran densidad de población y un centro de salud desbordado sin visos de cambio. “La primavera fue la locura, pero existía el horizonte deseable del verano y doblamos turnos, hacíamos fines de semana, mañana, tarde, íbamos a por todas”, relata con notoria ansiedad. “Eras consciente de que era excepcional, pero de repente vuelves a ver venir la tormenta, y viene, y viene, y estás solo. Pudieron haber fortalecido los turnos, el rastreo, y ese pacto no se ha cumplido. Nosotros cumplimos nuestra parte, ellos no”. Alberto, de 31 años, siente que la juventud se le ha ido en esta angustia de no llegar a todo ni a nada, de tratar a los pacientes por teléfono, pacientes que en muchas ocasiones no hablan bien el idioma y nadie se entera de nada, ni ellos, ni él. “Siento culpa, no me siento un médico de atención primaria sino un vigilante sin capacidad de maniobra. Sufro mucha ansiedad. Tengo la sensación de que dejo lo último de la juventud aquí”. Alberto antes escribía y ya no puede. Iba a clases de teatro y narrativa y ya no va. Sueña con la consulta, llora entre llamada y llamada y afronta tardes de hasta 104 consultas telefónicas que debe realizar. “Cuando un paciente se enfada conmigo siento una rabia terrible y a veces cuelgo. Luego vuelvo a llamar, claro. Pero tengo la sensación de no controlar la rabia, como cuando eres adolescente. No puedo más. La gente está agotada. Y mi agenda de llamadas está llena”. Los ansiolíticos, reconoce con frustración, es el recurso rápido para pacientes con los que ni siquiera puedes hablar.

Enrique García Bernardo, exjefe de Psiquiatría del Gregorio Marañón, sabe bien que los médicos que fueron enviados a primera línea están padeciendo angustias. Y que todo vuelve ante la segunda ola. “Todo el mundo tiene en este momento mucho miedo. Algunos arrojados lo transforman en negacionismo sin saberlo y siguen su vida como si no pasara nada. Otros ciudadanos caen en la hipocondría, la agorafobia, convierten el miedo en el centro de su vida solo por la inquietud ante el futuro hipertrofiado”. “Estamos volviendo a la gruta, a la cueva. Es un recentramiento del sujeto porque siente un peligro que no puede manejar”.

No en una gruta, pero sí en su casa es donde Rosa Tapia-Ruano, abogada de 63, ha visto constreñida su vida. La vejez se le ha caído encima a esta malagueña a la que le faltaba el tiempo para reuniones con amigas, voluntariado, exposiciones, charlas, clases de pintura, escapadas con su marido y un montón de planes de persona culta, inquieta, activa y con salud. “Cuando llegó la pandemia , de repente me convertí en mayor. Pasas al horario de paseo de mayores, en la tienda te invitan a la cola de mayores, la gente joven se separa de ti y te vas achicando”, cuenta. Rosa no ha vuelto a ver a sus amigas, presas del miedo, perdió su grupo de lectura, sus actividades en el Thyssen de Málaga y siente pertenecer a una generación que no está cómoda en Zoom aunque lo hayan intentado. “He regresado a terapia porque me había vuelto invisible y no quiero ser invisible. En el confinamiento me dieron ataques de ansiedad que yo no conocía y ahora sé lo que es: sé que hay que respirar hondo y ya tengo recursos para controlarlo, otros muchos no”. “Nunca hay un detonante concreto, vas aguantando la presión hasta que hay un momento en que el corazón se te sale por la boca y no puedes respirar. Nos hemos quedado sin futuro, mi entorno se ha hecho pequeño y cuando la vida te quita el futuro es difícil de integrar. Ahora vivo el día a día, y prefiero no plantearme si eso volverá. Llevaba toda la vida deseando ser mayor para hacer mil cosas, tenía un horizonte, y ahora no está”. La luz al final del túnel no se ve en plena segunda oleada.

Marifé Bravo, jefa de Psiquiatría de La Paz, recuerda que el esquema se repite: “Ya hay ansiedad, insomnios, depresión a medio y largo plazo. Pero un tema que hará visible el iceberg que vislumbramos es el problema económico: al igual que pasó en 2008, a medida que los efectos económicos se agraven, aumentarán los problemas de salud mental por el impacto del desempleo. Siempre ocurre y debemos estar preparados”. La ONU también recuerda el aumento de suicidios por desesperación tras la crisis de 2008, una parada final extrema de un recorrido de paro y desesperanza.

Una de las personas que han perdido su empleo es Widad Maski, marroquí de 35 años, que representa esa franja normalmente invisible de inmigrantes y trabajadores de la economía en negro. Para ella no hay ERTES ni paro. Widad fue despedida de la casa en la que cuidaba a unos ancianos y se recluyó en su piso –una vivienda que le ha facilitado la ONG Pueblos Unidos- con su hija de nueve años. “Tengo asma, soy responsable de una niña y no tengo familia en Madrid. Tenía más que miedo, una fobia al coronavirus, terror a qué le va a pasar a mi hija, taquicardias, dificultad para respirar, no podía dormir, la alejaba de mí por si yo tenía el virus”, cuenta. “En mi empleo me trataron como si yo fuera el propio virus. Era mi primer trabajo, a ocho euros la hora, pero la hija de los ancianos me echó porque no tengo papeles. Además me ha dolido mucho porque quería y quiero mucho a esos abuelos”. Widad ha ido recuperando algunas horas en casas. “Tengo muchos gastos del colegio, ahora tengo que comprar otro chándal, también unas aplicaciones”. Widad no solo perdió su trabajo sino, especialmente, la fecha utópica de septiembre en la que cumplía tres años en España y podía empezar a regularizar su situación. “Esperaba ese día como una embarazada, pero ahora se ha parado todo. Necesito un contrato para gestionar el arraigo y empezar a mover mis papeles. Ahora debo volver a empezar”. Esta bióloga marroquí que apenas logró convalidar el Bachillerato en España ha sobrevivido gracias al programa de vivienda, a una psiquiatra que la asistió en el confinamiento y una ayuda en alimentos de Pueblos Unidos, que acompaña a inmigrantes en situación extrema y que para ella es “la mano personificada de Dios”.

Desde otro punto de España y desde otro lado de la escala social, pero con la misma angustia, habla Víctor Ferrer, madrileño afincado en Barcelona que ha visto cerrar su bar y su restaurante con la angustia de perderlo todo, de deber mucho y de dejar en la calle a unos empleados que él siente como familia. Lo que era un colmado de toda la vida en el Eixample que perteneció a su familia lo transformó en un exitoso bar de tapas, el Betlem, que llegó a facturar un millón de euros al año. Desde las 9 hasta las 2 de la mañana, 365 días al año, 15 empleados se turnaban en un local de 70 metros cuadrados tan de barrio como nutrido por los turistas que ha vivido colas de hora y media para picar algo. Hace tres años, a su lado abrió un restaurante de 350 metros tocado desde el inicio por las dificultades de las revueltas del procés. Hoy, todo cerrado. “Hace cuatro meses que no tengo ningún ingreso y acumulo deudas”, confiesa Víctor, de 48 años. “Es como llevar una losa en el pecho. No sabía lo que era una crisis de pánico y ahora lo sé. Hace 21 años que soy empresario y nunca he sufrido una situación que no pudiera manejar. La sensación de no tener el control de tus negocios no me había pasado nunca. Por supuesto que en mi vida he cometido errores, pero nunca he estado en una situación en la que no sepas cómo ni cuándo lo vas a solucionar”. Sus empleados, dice, son parte de su familia. “Quedamos cada dos semanas para tomar una cerveza y al día siguiente estoy fatal, se me cae el mundo encima”. Lleva dos meses sin poder pasar la pensión de su hija a su exmujer -“por suerte nos llevamos muy bien”- y ahora vive de sus suegros porque su actual pareja trabajaba con él. “Todo la familia está asfixiada en el mismo círculo”. Víctor tira la toalla del restaurante, aspira a salvar de alguna manera el bar y sobre todo a que su hija, que cumple 7 años este otoño, comprenda la situación. “Antes nos encantaba salir a restaurantes, es parte de mi trabajo, y ahora pregunta por ejemplo cuando vamos a volver al japonés. Me gusta decirle la verdad y lo ha asumido muy bien. Yo también sufrí de niño una situación económica difícil”.

Los niños y adolescentes son precisamente una gran incógnita en este chequeo a la salud mental. La ONU los considera grupo en riesgo por el impacto de la menor sociabilidad, y cita una encuesta realizada en Italia y España en la que los padres reflejan las dificultades para concentrarse (77%), irritabilidad (39%), nervios (38%) o sentimiento de soledad (31%) de sus hijos.

Sorprendidos en pleno crecimiento y desarrollo, la pandemia también ha cambiado sus vidas. La hija de Widad, con 9 años, tuvo que seguir el curso con el móvil de su madre y lo consiguió. La de Víctor ha podido estar mucho más con su padre, que antes siempre estaba trabajando. Con varios años más, 17, Sara Patricia Secades tuvo que renunciar a su sueño de estudiar Arquitectura en Madrid y elegir una carrera que hubiera en su Asturias natal. “Empecé Comercio y Marketing y ahora estoy contenta, pero si se pasa la pandemia aún espero ir a Madrid”, cuenta desde Oviedo. Sara saltó de celebrar la suspensión de clases al agobio del confinamiento. “Me costó arrancar, pero tenía la Ebau, empecé con esa rutina y ya fue mejor”. Eso sí, lamenta no haber cerrado en condiciones su etapa escolar, su despedida de todos los compañeros con los que ha compartido su vida desde muy pequeña.

También le costó a Tomás García Alberola, madrileño de 24 años, que preparaba oposiciones a profesor que además fueron canceladas. “Me bajó mucho la concentración, había que hacer clases online, se hizo difícil y había momentos que lo aceptabas peor”, comenta. Al bajón de la suspensión de las oposiciones llegó la imposibilidad de encontrar trabajo con una carrera, Arqueología, y un máster, el de Formación del Profesorado, que no le han permitido un salto al mundo laboral. Tomás siente que la pandemia le ha hecho “más maduro, más mayor”. Y su visión de la política es la decepción: “Salíamos a aplaudir al balcón a los sanitarios y ahora ni se les contrata y hasta se les insulta.”

Atención a estos jóvenes. Porque una de las sorpresas de la pandemia es que el malestar psicológico no afecta más a los más susceptibles de sufrir la covid. No por tener diabetes, patologías vulnerables o edad avanzada se tiene más miedo. Los jóvenes se han revelado como los más propensos a la ansiedad (34,6% frente al 19,6% de la población general) y a la depresión (42,9% frente al 22,1), según un estudio de la Universidad Complutense. El psiquiatra García Bernardo considera algo específico de esta generación de jóvenes y es que han sido criados con una ambición de felicidad continua. Y la vida no es así.

Adriana Moral Díaz, estudiante madrileña de 19 años, no sufre depresión, pero reconoce que la pandemia sacó de ella el lado más intenso justo el año en que empezaba la carrera, Derecho y Estudios Internacionales, y vio frustrase la gestación de nuevos amigos y de toda la actividad social, emotiva, casi hormonal, que rodea a la universidad. “Parar las relaciones en el primer curso, relaciones que nos hemos quedado sin desarrollar, y meterse en casa…”, cuenta mientras arranca este segundo curso con la segunda oleada al acecho. “Soy nerviosa y hubo muchísimos momentos de llorar por nada, no sabía por qué estaba así, ni hasta cuándo va a durar”.

La chica recuerda cómo se despidieron de clase un día de marzo en broma, felices porque se perdían exámenes, sin imaginar que no solo estaba cambiando sus planes de dos semanas, sino una vida: primero vinieron los meses de estudio y encierro en un piso con sus padres y sus tres hermanos, después un verano sin apenas viajes, ni grupos, ni fiesta y luego un nuevo curso, el actual, que se presenta en grupos burbuja y más pantalla de lo que quisiera. Adriana además sufrió la ruptura con un novio en el confinamiento, que tuvo que llorar con su madre y su hermana de 15 años. “Yo tendía a tapar las cosas cuando algo iba mal, me encanta conocer gente, salir, ligar… Y he tenido que afrontar la ruptura conmigo misma, me hundí de forma fatal, pero también me he dado cuenta de que sola podía solucionar cosas. También he aprendido a ser más selectiva”.

La ONU teme una violencia y abuso de adultos contra niños, pero una de las llamadas más habituales en el servicio de atención psicológica durante el confinamiento fue de padres víctimas de la violencia de sus hijos. Sara Liébana, una de las 15 psicólogas que atendió llamadas, especialista en el estrés postraumático que generó el 11-M, relata: “Ocurre más de lo que creemos, pero se tapa porque quieren a su hijo. En general se trata de familias con problemas anteriores, pero el detonante ha sido el confinamiento”.

Otra de las asistencias que tuvieron que afrontar fue la del duelo en soledad. “La gente estaba desesperada por no saber dónde estaba el cuerpo. Intentamos no patologizar el duelo, normalizar la sintomatología, hacer comprender que ese dolor es una reacción normal del ser humano y buscar alternativas”, cuenta Liébana.

En esa situación se vio Íñigo Fernández, químico de 34 años, hijo mayor del periodista fallecido José María (Fernández) Calleja. Él, investigador en la Universidad de La Laguna, estaba confinado en Tenerife cuando su padre ingresó en un hospital de Madrid. El mismo día de su ingreso había muerto el padre de un gran amigo suyo y, días antes, la tía de otro. “Gente que quiero y por la que lloré. Por eso cuando ingresó mi padre, llamé a mi madre y le dije: ‘El aita se muere”. “Yo hablaba con él y era surrealista, estás escribiendo a tu padre y animándole cuando sabes que es muy posible que muera. No sabía muy bien qué decirle, no podía llevarle los libros que le gustaban, una tableta, cualquier entretenimiento y eso fue muy frustrante. Entró en el hospital y no salió”.

Íñigo sabe que su padre no quería el deterioro de la vejez y que le había dicho mil veces que, llegado el caso, le desconectaran. “Imagino que un duelo lo compartes mirando a los ojos de la gente. Ese duelo habría sido más corto, menos duro. Mi duelo ha empezado varias veces”. Él lo divide psicológicamente en fases y llama la fase 0 a ese momento en que tuvo que volar a un Madrid silencioso y confinado, enfrentarse a un ataúd, una cremación, una urna de cenizas, mil gestiones y todo ello sin abrazos. En quince días tuvo que desmontar el piso, tratar con bancos, aseguradoras, mil llamadas, las de su gente y la de su padre. “Estaba abrumado, sobrepasado”.

La fase 1 del duelo llegó al volver solo a Tenerife, dos semanas después. “Eso sí que fue jodido. Tengo pocos amigos y además tienen niños, tienen miedo”. No pudo empezar el duelo de verdad, lo que llama fase 2, hasta volver en verano a la península y poco a poco ir mirando a los ojos a quien sufría con él. “Me jode que se pasó la vida trabajando y se merecía esos años de jubilación que iba a pasar en Cádiz. Pero hizo los deberes. Tuvo una vida”, cuenta, emocionado. En agosto, logró despedir las cenizas en el Peine de los Vientos, en Donosti. Al amanecer. Fue su extraña desescalada particular.

Ese duelo ha dejado secuelas en el caso de los familiares de ancianos habitantes de residencias, donde el abandono se sumó al aislamiento. “El 8 de marzo vi a mi madre sin saber que iba a ser la última vez”, cuenta Carmen López, cuya madre estaba en una residencia de Leganés (Madrid). “Luego no pude visitarla más, murió en abril y al menos murió en el hospital”. Ella no tenía movilidad pero sí una vida interior que alimentaba con las visitas de sus hijas o nietos prácticamente a diario. Encerrada en su habitación, en pocas semanas perdió la noción del tiempo, como muchos ancianos con deterioro cognitivo que han perdido condiciones a pasos agigantados por el aislamiento. “Las personas dependientes institucionalizadas han sido discriminadas desde el minuto 0. Al depender de otros para levantarse o acostarse les han marcado unas pautas muy aberrantes”, cuenta Carmen.

Testigo de esa aberración es José, un nombre supuesto para un residente que no quiere dar el suyo. Este viudo, en muy buenas condiciones a sus 86 años, ayudaba a otros en peores condiciones a atender WhatsApp y videollamadas de sus familias en su residencia. José ha visto que han muerto compañeros a los que no se han llevado en tres o cuatro días. Ha visto residentes muy deteriorados. Gente a la que han acostado sin cenar. Sin cambiar el pañal. Crispación. “Los residentes somos una categoría inferior, como si nuestras cosas no tuvieran importancia”, denuncia José. Mucho antes de la pandemia, él mismo vio deteriorarse a su mujer, con la que vivía en la residencia hasta que ella murió, y sabe lo que le espera. “Cuando la gente pierde la capacidad de andar pasa al andador, de ahí a la silla y se fastidió la vida. En cuanto ya no te puedes valer estás en sus manos y ahí empiezas a sufrir porque no hay atención personalizada, sino en cadena.”

“Prefiero ser el que da ánimos que no al que hay que animar. Ha habido mucho sufrimiento, impotencia, resentimiento y muchas cosas que se podían haber evitado con más información”, lamenta.

La mala gestión de la información, más allá de las residencias, es uno de los factores que han generado incertidumbre y que subrayan algunos profesionales como fundamental. Francisco Lupiáñez, coordinador por parte de la UOC del citado estudio sobre pandemia y salud mental, cree que “nos sentimos tratados como borreguitos y no como ciudadanos”. “Nos anuncian hospitales de pandemia cuando no funcionan los test o los rastreos, nos confunden sobre la mascarilla, el radar… Necesitamos confianza y no este festival del humor”, señala. “Estamos acostumbrados a certidumbres pautadas y esta situación desconcierta. Como la incertidumbre es grande y la información, tan errática, se alimentan las burbujas de fake news”.

Psicológicamente eso hace daño, como también coincide García Bernardo. “La información es el primer antídoto ante la incertidumbre y no te puedes proteger si no tienes un nivel de información satisfactorio. Las autoridades han deslizado equívocos que han confundido a la población”, señala. “Y entonces la gente busca vías alternativas de información”.

En todos los testimonios subyace la imperiosa necesidad de fortalecer el sistema de salud mental. Los recursos han quedado en la raspa. Desde dentro, Psiquiatría y Psicología luchan por reinventarse y por lograr más recursos como lo hace Widad, que intenta volver a poner en marcha el reloj de su arraigo, o Víctor, que lucha por salvar el bar, o Íñigo, que se aferra a la convicción de que su padre vivió de verdad. Como en las catástrofes, la resiliencia se pone en marcha. Aunque aún no se vea la luz al final del túnel ni sepamos cuándo se verá.

BERNA GONZÁLEZ HARBOUR
08 NOVIEMBRE 2020 – EL PAÍS

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