ANTONIO GARCÍA MALDONADO (PERIODISTA Y ESCRITOR)
14 FEB 2016 – EL PAÍS

La desigualdad parece haberse convertido en el principal reto de nuestra generación. El éxito de El capital en el siglo XXI, de Thomas Piketty, síntoma más que causa, es un buen ejemplo de ello. El discurso político contra la desigualdad es ganador, lo que pone de manifiesto (distinto es que los diagnósticos sobre las causas sean acertados o no) la urgencia de resolver un problema público que sólo niegan algunos fanáticos del libre mercado (que no de la libertad). Al menos en Occidente, la libertad parece un asunto público resuelto: mal que bien, las democracias funcionan, los derechos civiles se imponen con la lógica aplastante de los tiempos (y la ayuda de algunos partidos y la oposición de otros) y disfrutamos de un grado de tolerancia inédito en la historia. Hay libertad, hay fraternidad, pero la desigualdad aumenta. Parecería, pues, que hay un problema público prioritario a resolver y es la desigualdad en sus distintas formas.

Sin embargo, el enfoque público del asunto no basta, o no es suficiente al menos, para juzgar la libertad. Si del nivel macro de lo público bajamos a lo micro de la vida privada, el asunto cambia. ¿Por qué si somos más libres que nunca se ha triplicado el número de pacientes con enfermedades mentales entre 1987 y 2007 y el consumo de medicinas psicotrópicas ha crecido exponencialmente en los países desarrollados? En Anatomía de una epidemia (Capitán Swing, 2015) el periodista estadounidense Robert Whitaker, ya desde el título, apunta a la gravedad del asunto. En resumidas cuentas, Whitaker viene a actualizar un diagnóstico repetido otras veces, pero al que otros asuntos (la desigualdad que produce la globalización tecnológica, la crisis económica, el cambio climático, etc.) han relegado a puestos inferiores en nuestro orden de prioridades: no estamos preparados para gestionar el nivel de libertad que nos hemos concedido.

Suena feo y es políticamente incorrecto, pero así es. No debe derivarse de ahí, en cambio, ningún deseo de acabar con las libertades conquistadas, pero sí de matizar que la libertad, entendida como una abstracción virtuosa per se, puede ser devastadora. (Al igual que es erróneo considerar cualquier desigualdad como nociva.) O por decirlo en palabras del filósofo Javier Gomá, “la pregunta ha dejado ya de ser cómo ser libres; sino cómo ser libres juntos”, y parte de la culpa de que aún sigamos sin darnos cuenta de ello es la pervivencia de los clichés del Romanticismo en nuestro imaginario colectivo. “Prohibido prohibir”, que se pedía en Mayo del 68. Frente a ello, Gomá propone “recuperar el prestigio de los límites”.

Un diagnóstico similar ha hecho el psicoanalista italiano Massimo Recalcati (Milán, 1958) en los dos breves ensayos que se han publicado en España hasta ahora: El complejo de Telémaco. Padres e hijos tras el ocaso del progenitor y el reciente Ya no es como antes. Elogio del perdón en el amor, ambos editados por Anagrama. No hace falta decir (o sí hace falta, más bien) que los límites de los que hablan Gomá y Recalcati no son de orden político. Nadie pide una “ley mordaza” o derogar el matrimonio homosexual. Tampoco abaratar el despido, esa forma unívoca de “liberalismo” de esa contradicción en los términos que son los liberal-conservadores. Hablamos del orden moral en nuestra vida privada y como ciudadanos con derechos políticos. Sólo el liberal se preocupa de la libertad, preguntándose por su naturaleza, sus carencias, sus virtudes y sus posibilidades de mejora.

Recalcati, al igual que Gomá en Aquiles en el gineceo, utiliza la mitología griega para expresar su idea. Si Aquiles y su renuencia a participar en la guerra de Troya explicaba desde la filosofía la dificultad de pasar del “estadio estético” de la juventud al “estadio ético” de la madurez y la incorporación al mundo adulto; la espera de Telémaco a que su padre vuelva de la guerra de Troya en la Odisea expresa desde el psicoanálisis lacaniano la búsqueda del referente que nos falta para aprender a utilizar la libertad en un mundo rebosante de opciones. El propio Recalcati matiza: “La demanda del padre que invade ahora el malestar de la juventud no es una demanda de poder y disciplina, sino de testimonio. […] y demostrar, a través del testimonio de su propia vida, que la vida puede tener sentido”; “la promesa de los padres es promesa de que hay vida capaz de satisfacción humana”.

Y reclama, con sus palabras, el prestigio de los límites del que hablaba Gomá: “La humanización de la vida implica una renuncia a la satisfacción plena de los instintos”. Algo que tiene, además de mala prensa, muchas apps en su contra. Pero Recalcati diagnostica estos síntomas, y su conclusión es que, lejos de ser consecuencias del ejercicio de la libertad, son una patología asociada a su ausencia real y a la permanencia en el infantil “estadio estético”: “Ascetismo y consumismo inmoderado son las dos formas predominantes del superyó adolescente”. Retirarse a un poblado cuáquero (como hicieron los traumatizados personajes de la película El bosque, de Syamalan) o entregarse al desenfreno hedonista, no son formas de libertad suprema, sino su negación. Por un lado, se le teme y se le rehúye, y por otro, pretendiendo llevarla hasta sus últimas consecuencias, se extingue: “No hay aquí liberación, sino tan sólo coacción, servidumbre, dependencia patológica. El deseo insaciable sólo genera esclavitud”, porque “la naturaleza del impulso instintivo que lo recorre es insaciable”.

Y esto enlaza, inevitablemente, con el contexto donde la libertad ha de hacer más equilibrios: la pareja, el matrimonio, el amor. En un mundo donde la exaltación de lo nuevo tiene un valor supremo, cualquier decisión de permanencia, de esfuerzo por mantener el vínculo, parece una antigualla reaccionaria o, por decirlo en términos psicoanalíticos, una forma de “castrar al varón”. Sin embargo, Recalcati lo ve justo al contrario, como un síntoma de una nueva forma de soledad y alienación: “Cada vez resulta más raro que quienes viven una experiencia de separación afectiva importante sean capaces de alternar la pérdida del objeto con una pausa de soledad, en lugar de apresurarse a sustituirlo por otro objeto”. Es el miedo a la soledad lo que nos impulsa a buscar al Otro, no el disfrute de ninguna libertad.

Aunque en un mundo lleno de opciones y tentaciones no hay comportamiento puro, virtuoso. Nunca lo hubo, no existe, pero ante el malestar creciente Recalcati reivindica el valor del perdón en el amor. No se lleva a engaño con su objeto de análisis. El ejercicio de la libertad es indisociable del error. Aceptar los límites, imponerse una moral propia y estar convencido de ella no garantiza su cumplimiento. Por eso cita a Derrida y se pregunta: “¿No es entonces ‘perdonar lo imperdonable’ el gesto más radical del amor?”.

Juan Benet expresó magistralmente el problema de la libertad y los límites que la hacen posible en un párrafo de su Epístola moral a Laura, una carta en la que argumentaba contra el divorcio de su amiga: “El ansia pura de libertad es casi infrahumana, un puro instinto que como todos los demás el hombre se tiene que preocupar de educar para convivir con los suyos. […] Lo importante no es llegar al amor tanto como conservarlo, no tanto llegar a la libertad como saber utilizarla”. Hay demasiados síntomas (y estadísticas) que indican que, cincuenta años después, no sabemos hacer ni lo uno ni lo otro, a riesgo de creernos erróneamente más libres y ser, en cambio, más infelices que nunca.

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