Hemos de recordar que la infancia, y especialmente la adolescencia, es una fase de la vida del individuo en la que hay una fuerte tendencia a buscar sin freno aquello que representa una fuente de placer inmediato y que permite evadirse de lo engorroso de la vida y del crecer.
Una escena familiar: ¿Cuántas veces no habremos visto como los muchachos al irse a estudiar están conectados al whatsapp y le dedican más tiempo a contestar a los amigos que a estudiar? Claro, sin duda es más divertido hablar con los amigos. Estudiar puede ser aburrido y gravoso, pero el día de mañana cuando sean mayores y tengan que satisfacer las demandas de un cliente o cumplir con las exigencias de su contrato no podrán permitirse estas licencias. Este proceso de aprendizaje que supone posponer lo placentero y la aceptación de la realidad y las normas sociales se denomina crecer. Crecer supone ganar una serie de habilidades y capacidades extraordinarias. Pero también supone renunciar al disfrute sin límites y a la protección del mundo infantil en pro de una autonomía y una personalidad propia. Supone también, y no es para tomárselo a broma, adaptarse a un nuevo cuerpo que va formándose.
En este difícil proceso que supone crecer, las nuevas tecnologías pueden ser un lugar de refugio ideal ante lo más angustioso de los cambios que acaban de empezar (y que estarán por llegar) y un lugar donde poder seguir disfrutando sin excesivas responsabilidades. El mundo virtual aporta una sensación de permanencia y seguridad de lo conocido, de aquello que no está cambiando radicalmente y que permanece junto a nosotros sin dejarnos solos frente a las dificultades de la vida. Esto llega hasta el punto que, en ocasiones (y lamentablemente cada vez más) nuestros hijos se refugian en las nuevas tecnologías y formas de comunicación virtual para crear un mundo distinto al real, bajo el señuelo de que es posible la desaparición de los problemas, la negación de la frustración y la certeza de una falsa sensación de control. Todo aquello que rompa la idealización de este mundo virtual es rechazado.
Sin embargo este mundo virtual exige su precio: se pierde de forma importante el sentimiento de intimidad; cualquier hecho, contrastado o no, se convierte en noticia que ha de ser colgada inmediatamente y compartida con conocidos (y desconocidos); se tiene un montón de contactos y amigos virtuales, 200 o 300 y, paradójicamente, se pasan horas realmente solos frente a un dispositivo electrónico (esto sin entrar a valorar la calidad de un vínculo en el que se puede pasar de ser amigos inseparables, cuando están de acuerdo entre ellos, a cortar drásticamente el vínculo cuando surge la diferencia de opinión); se genera un efecto adictivo, pues el mundo virtual, carente de la frustración y el dolor de los conflictos y lleno de gratificaciones inmediatas y reconocimiento social, se vuelve el único mundo tolerable.
Vemos que las estas tecnologías son un espacio capaz de fomentar un efecto adictivo, potenciado por la inmediatez de la propia plataforma (ya no hay dudas, hay google) y la gratificación social inmediata (que ya se produce por el espejismo de no sentirse solo del que hablamos antes). En el mundo virtual casi todo es posible e inmediato (y si no lo será) y esto fomenta los fenómenos de idealización y la fantasía de que el mundo real funciona de la misma forma. Luego será difícil asumir la realidad, nuestras limitaciones y frustraciones y uno recurre, como adicto, a ese mundo placentero que está detrás de la pantalla. El problema es que el mundo real nos espera y antes o después nos veremos forzados a salir a él, estemos o no preparados para ello.
Pablo Aizpurua Garbayo
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